Con el auge de la salud mental, en los últimos tiempos están proliferando influencers sentimentales que difunden una forma de psicología de autoayuda, basada en tips generalistas orientados a la búsqueda de esa supuesta felicidad profundamente individualista, neoliberal y meritocrática
Seguro que has oído hablar de ella. Seguramente conocerás a alguien que ha
leído su best seller de las ‘personas vitamina’, o a quien le encanten sus
conferencias. Su podcast está en el ranking de los más escuchados de España.
Es la consejera emocional preferida por diferentes cadenas de televisión y
radio. Y un verdadero riesgo para quienes consumen sus píldoras psicológicas
buscando la felicidad.
Marián Rojas Estapé, que estudió psiquiatría como su padre, acostumbra a dar
charlas divulgativas en las que difunde frases de este tipo: “la felicidad
está íntimamente relacionada con el sentido que le damos a nuestra vida. No es
lo que te pasa en la vida, sino cómo te lo tomas”. Al parecer, para la señora
Rojas, el contexto social y las circunstancias materiales que nos rodean no
tienen ningún peso en nuestra condición anímica.
“Las mujeres nos exigimos demasiado”, afirma también esta psiquiatra, “para
nosotras todo tiene una carga emocional. Porque las mujeres somos así”. Ellos,
en cambio, “tienen la suerte de ser mucho más simples, olvidadizos, y con una
enorme capacidad para desconectar y no complicarse la vida”. Un discurso
peligrosamente esencialista, en el que reproduce y naturaliza los estereotipos
de género sin tener en cuenta la socialización patriarcal.
Con el auge de la salud mental, en los últimos tiempos están proliferando
influencers sentimentales que difunden una forma de psicología de autoayuda,
basada en tips generalistas orientados a la búsqueda de esa supuesta
felicidad profundamente individualista, neoliberal y meritocrática. Una
felicidad basada en perseguir sueños y éxito profesional: “los triunfadores
son aquellos que disfrutan en su trabajo”, es otro de sus lemas. Que se lo
cuenten a las Kellys, las camareras de piso que trabajan a destajo en los
hoteles.
Estas frases culpabilizan a quien no es feliz y le hacen sentir responsable
único de lo que le pasa porque no se esfuerza lo suficiente.
EL SUFRIMIENTO PSÍQUICO TIENE UN ORIGEN SISTÉMICO
Este tipo de consignas fundamentan un modelo de atención psicológica alejado
de la realidad social porque no tiene en cuenta el contexto que rodea a cada
persona. Como si todas partiéramos del mismo lugar y como si los malestares
no fueran profundamente políticos y estructurales en demasiadas ocasiones.
Son terapias que pueden servir de ayuda a corto plazo, calmar la
sintomatología y resultar muy atractivas para el público, pero que no dejan
de ser un parche que no va a la raíz del problema y, por tanto, no
transforman. Porque, lo cierto es que la mayoría de las causas que nos
provocan ansiedad, estrés o tristeza son de carácter social.
Existen, por supuesto, particularidades, biografías traumáticas e
infancias difíciles que hay que escuchar, validar y reparar. Pero el punto
de partida que condiciona nuestra salud mental está marcado por el
distrito postal en el que uno nace, por el neoliberalismo y el
patriarcado. Qué casualidad que sean las mujeres y las personas de
entornos más desfavorecidos las que consumen más benzodiacepinas. Además
de que las mujeres y los pobres son mucho más patologizables.
Que un gran número de las personas a las que acompaño profesionalmente se
encuentren agotadas, deprimidas o tomando medicación, es ante todo un
problema de carácter social y colectivo. Que la mayoría de las mujeres que
escucho no estén a gusto con su cuerpo, odien mirarse al espejo y tengan
problemas con la comida, es un problema profundamente estructural y
patriarcal. Que se sientan poco sexuales, que se quejen de que no
disfrutan de su sexualidad o de tener relaciones para complacer a sus
parejas, es un problema político. Que muchos hombres se sientan perdidos
con respecto a su masculinidad y lo que se espera de ellos, que recurran a
la violencia o al silencio como forma de ejercer el poder, o que violen o
maten, no son problemas individuales ni casos aislados. Que el suicidio
sea la primera causa de muerte no natural entre los jóvenes está
relacionado con el precario horizonte que les ofrece el sistema.
Tras muchos años acompañando el sufrimiento humano he aprendido a aceptar
los límites de mi profesión porque hay determinados malestares sistémicos
que no voy a poder calmar.
¿Qué puede aportar la terapia a las personas que, tras interminables
jornadas de trabajo, no llegan a fin de mes? ¿Cabe hacer con ellas un
proceso de individuación cuando no pueden acceder a una vivienda? ¿Tiene
sentido hablarles de amor propio y autonomía personal? ¿De qué sirve la
medicación, más allá de aliviar síntomas, cuando vives en un sistema tan
violento, desigual y opresor?
ANTE UN SISTEMA ENFERMO LO LÓGICO ES TENER ANSIEDAD
En un sistema tan injusto, que genera desigualdad, precariedad,
competitividad laboral, violencia contra nuestros cuerpos o dificultad
para acceder a una vivienda, y ante un panorama incierto y un planeta en
grave crisis, lo lógico es no adaptarse, tener ansiedad, miedo y
deprimirse. Y por eso, conviene dejar de entender las crisis como un
peligro, resignificar los síntomas y aliarnos con ellos porque nos
informan de que algo no va bien en nuestra sociedad.
Es imprescindible que desde la psicología tengamos una mirada política
y, desde ahí, entendamos los malestares y los colectivicemos. La mirada
política, es decir, feminista, de raza y de clase posibilita
visibilizar, entender y atender los malestares sin aislarlos de las
opresiones sociales de las que brotan.
LA TERAPIA COMO ESPACIO PARA LA REBELDÍA Y LA ACCIÓN
Vivimos un auge de la terapia. Todo el que puede va a terapia: políticos
y famosos hablan de su terapeuta con la misma naturalidad que Woody
Allen. Sin duda es un recurso de gran ayuda que tiene que ser más
accesible y menos privado. Pero suponer que es la respuesta a todos
nuestros problemas resulta peligroso.
Lo que sí es indispensable es que la terapia, además de una relación
de sanación, sea un espacio profundamente político. Un espacio
terapéutico que anime a colectivizarse. Que provoque la duda, la
crítica y la reflexión en común. Que cuestione el sistema y los
valores predominantes, el modelo de éxito, de productividad y la
cultura del sobreesfuerzo. Que incite a la rebeldía y la insumisión.
Que nos dé herramientas para plantarnos ante quienes nos explotan,
ante nuestros jefes, para hacernos valer y negociar mejores
condiciones laborales. Una terapia que no ponga el foco en los logros,
que nos recuerde que el trabajo no es nuestra vida, y nos ayude a
validarnos más allá de lo que conseguimos. Porque ni nuestro trabajo
ni nuestra productividad nos definen.
Desde mi espacio terapéutico me niego a ser cómplice de la
patologización y medicalización de los malestares estructurales y
calmar la ansiedad y el sufrimiento de la gente a base de acallar sus
quejas, favorecer su sometimiento y enmascarar los determinantes
sociales.
No tengo muy claro en qué consiste la felicidad ni cuáles son sus
claves, si es que existen. Pero identificar la felicidad con el éxito
profesional y social me parece algo tan pueril como excluyente y de lo
que estoy segura es de que una mejor redistribución de la riqueza y un
acceso universal a una atención psicológica pública de calidad podrían
mejorar mucho la vida de la gente.
Artículo publicado originalmente en El Salto
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